No estoy del todo segura de cómo es la situación ahora, pero en torno al año 2005 hubo en España un auge de todo lo relacionado con el aprendizaje del inglés. Quizá se acentuó con la recesión de 2007, no recuerdo exactamente. La cosa es que aproximadamente por esa época empezaron a aparecer academias de inglés hasta debajo de las piedras, algunos colegios comenzaron a impartir la mitad de las asignaturas en inglés, surgieron másteres dedicados solo a mejorar el nivel de inglés de los alumnos… En definitiva: el inglés estaba en todos sitios. Por estar, estaba hasta en los coleccionables del kiosco.
Reconozco que en parte me vino bien ese auge porque poco después empecé la universidad y comencé a dar clases particulares de la lengua para pagarme mis caprichos. Sin duda me vi favorecida de que hubiese tanta gente que lo necesitase, y es algo que no pretendo ocultar en ningún momento. Una vez aclarado esto, empecemos.
Durante esa época fue también cuando comencé a darme cuenta de que la forma de publicitar el aprendizaje del inglés me hacía sentir cierta repulsión. Quería estudiar Filología Inglesa porque me gustaba el inglés, pero a la vez tenía un cierto rechazo hacia todo lo que tenía que ver con el aprendizaje y la enseñanza que nunca llegué a confesar por una mezcla de vergüenza y desconocimiento de su origen. Al fin y al cabo, ¡quería convertirme en una especialista del inglés! ¿Cómo iba a confesar que me hacía sentir algún tipo de rechazo?
Dicen los gurús del marketing que es imprescindible crear una necesidad que haga sentir al cliente incómodo para asegurarse de que adquieran tus productos o servicios: “Tienes sed, así que compra esta bebida para calmarla”. Hasta ahí, perfecto. Pero, ¿y si la incomodidad surgiese de hacer sentir mal consigo mismo a tu potencial cliente para venderle un producto? ¿Y si, además, bombardeases continuamente por medio de la televisión, la radio o la prensa dicha necesidad para que calase hondo en tu cliente objetivo? Lo que entendía a través de la publicidad fue que mi inglés no era del todo bueno y que necesitaba mejorarlo, lo cual no era el problema, sino que eran esas sutilezas que yo captaba en el discurso de venta lo que verdaderamente me hacía sentir incómoda.
Si no tenía la pronunciación que los señores del anuncio estimaban la correcta, haría el ridículo: es decir, si se me notaba mi origen, me iban a juzgar. Si no podía permitirme pasar una temporada en el extranjero aprendiendo, nunca sentiría la confianza necesaria para comunicarme delante de otras personas porque mi vocabulario o mi gramática no serían suficientes. Si no era nativa de la lengua, mala suerte porque obviamente los nativos son la referencia a la hora de aprender, aunque a la vez no puedes alcanzar su nivel porque supuestamente es biológicamente imposible adquirir un nivel equivalente al nativo después de los doce años, y yo llegaba tarde. Finalmente, si quería ser profesora, el futuro tampoco parecía muy prometedor porque, por mucha y muy buena formación en enseñanza que tuviese, muchos centros preferían contratar a nativos porque en teoría utilizaban la lengua mejor que cualquier otra persona simplemente por haber convivido con ella desde la infancia.
Es lógico que si hubo una necesidad real de aprender inglés, surgieran diversos negocios para atenderla. Sin embargo el discurso que se usaba (en mi opinión, excluyente) causó en mí un sentimiento de rechazo. A mí solo me afectó en lo que correspondía a la lengua en sí, pero en otras personas podría haber llevado incluso a rehusar la cultura anglosajona.
¿Cómo se supera ese rechazo, miedo o vergüenza que se puede llegar a producir al usar una lengua extranjera? Mi teoría es que dependerá de la personalidad y de las circunstancias de cada uno; del grado de, llamémoslo, molestia que haya desarrollado hacia esos mensajes negativos. Algo que yo hice de forma inconsciente fue intentar asociar el inglés con más cosas buenas que malas a través de mis experiencias. Comencé a consumir más material que me gustaba en inglés, usaba el inglés para disfrutar de los lugares que visitaba en mis viajes y lo hice formar parte de mi vida diaria al mudarme a Reino Unido. Cuantas más experiencias positivas creé relacionadas con el inglés, menos rencor hacia él sentía.
También puse tierra de por medio entre esos mensajes que consideraba excluyentes y yo al venirme a vivir aquí. Por supuesto, seguía teniendo presión por aprender porque necesitaba la lengua en mi día a día, pero era una presión diferente. Con esto no quiero decir que sea imprescindible mudarse a otro país, sino que podría ser buena idea intentar limitar el contenido que hace aflorar en ti esos sentimientos negativos.
También me sirvió cuestionar cómo estaba recibiendo esos mensajes que para mí eran tan excluyentes y empezar a identificarlos como lo que eran realmente: opiniones, no hechos. No tenía por qué sentirme ridícula porque alguien notase que mi acento no era nativo, no tenía por qué pensar que nunca podría considerarme bilingüe de verdad en una lengua porque había comenzado a aprenderla después de cierta edad. En definitiva, no tenía por qué identificarme con ese discurso que alguien había creado para hacerme sentir la necesidad de que mi dominio de la lengua nunca estaría a la altura.
Dedicar tiempo a pensar cómo nos sentimos al relacionarnos con la lengua extranjera que estudiamos me resulta imprescindible especialmente en esos casos en los que sentimos vergüenza, miedo o rechazo a la hora de usarla. Tener sentimientos negativos asociados a ella va a causar que el progreso sea mucho más lento y difícil, y dependiendo del caso particular puede llegar a convertir la adquisición de la lengua en un verdadero problema que necesite de ayuda externa para superarse (ya no de un profesor, sino de un profesional de la psicología).
La actitud que tenemos hacia la lengua es uno de los factores que más determinan el éxito o el fracaso en el aprendizaje de lenguas extranjeras (sean cuales sean tus definiciones de éxito o fracaso) por lo que me parece inadmisible que haya personas o instituciones que puedan buscar activamente relacionar las emociones negativas con las lenguas porque nadie debería de sentirse excluido o menospreciado en ninguna situación, y menos aún a la hora de usar una lengua. Quizá eso sea lo que necesitemos: pararnos a reflexionar de dónde viene ese rechazo, vergüenza o miedo, analizar el impacto que tiene en nosotros y buscar formas de liberarnos de esas falsas creencias sobre nuestras propias capacidades para sanar nuestra relación con el aprendizaje de la lengua extranjera en cuestión.